el regreso…

…de año y no ha pasado nada…

Simplemente como si el tiempo no transcurriera.

En fin.

Sigo caminando por el puerto que hace tantas lunas que no piso.

Siento bajo los pies el calor que el Sol refleja, sobre la cara el viento que azota partículas de agua sobre mi cara, la espuma que se cuela entre mis poros y me deja una salada sensación de piel que me persigue. He regresado y ya se por dónde andar.

Mi gran amigo de la infancia debe andar por ahí aún recordando cómo es que nos escondíamos en la tienda que acabo de pasar. Todavía puedo ver a la misma señora que atiende ese lugar.

«Si, los de arriba señora… no, lo que están cerca de la tele»

me da los chocolates en una bolsita de papel y continúo mi camino.

Que extraño es regresar a un pueblo que ahora es ciudad. A un recuerdo que dejé y ahora es más que real, pero no ideal. Pareciera que detrás de mi camino he dejado la vaga y deliciosa idea de este lugar.

Aún sigue ahí ese señor, ahora muy viejo para recordarme o siquiera levantarse de su mecedora, que mi amigo tanto admiraba. Él era uno de esos fortachones que cargaban cosas antes de que la requisa arrebatara (por ordenes del gobierno federal) el control del puerto a sus trabajadores. O al menos eso es lo que nos decía el viejo.

Ya las monedas que recojen los clavadistas en el puerto no valen más que el clavado mismo. Y cada vez son más invisibles entre la turbia agua que cubre tan pequeñas monedas.

No me atrevo a preguntarles si ahora esa actividad siquiera les reporta buenas ganancias. Al menos cuando yo lo hacía era por diversión y por necesidad. Ahora ya no lo sé.

Sigo caminando por el puerto y las farolas (ahora más abundantes, al igual que los comerciantes ambulantes) adornan marciales el camino a seguir hacia mi antigua casa.

Recuerdo cómo salí del pueblo.

Hace ya tantos años y todavía lo recuerdo. Dejé a alguien en mi lugar para que trabajara tal y como yo lo hacía. No dije nada más de lo que sabía, pues como buen aventurero que me consideraba, no imaginaba a dónde me llevarían mis pasos y ni mucho menos con qué recursos lo haría.

Terminé en un seco y desértico San Luis Potosí. Ahí me quedé varios meses trabajando como uno de los tres meseros que atendían un pequeño restaurante (en plena carretera rumbo al Tepehuaje) donde servían, entre muchas otras cosas, machaca con huevo y frijoles guisados.

Justo ese fué el platillo que no alcancé a pagar y por el cual terminé lavando trastos y depués solicitando trabajo.

Varios años después descubría una sierra en la que sus traicioneras carreteras, y sin quererlo, se abrían nuevas posibilidades de comercio, puesto que su recién hechura ayudaba mucho a la comunicación entre pueblos.

Un camionero que conocí en el restaurante me llevó como ayudante a uno de sus viajes. Me enamoré de las carreteras.

Así llegué a Tierra Caliente donde, dicho sea de paso, apenas se vislumbraba la caída de los grandes latifundios y poseedores de muchas tierras. Llegué todavía en tiempos mozos.

****
Tres listones negros me detienen frente a esa casa color azul descarapelado de barandal negro y oxidado.

No sé que hacer. Dos listones parecen haber sido colocados hace algunos años, el otro, casi nuevo, se mecía con el bailotear del viento.

Regreso apurado sobre mis pasos y abandono el Puerto de Veracruz con el corazón volcado sobre mis pies.

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